Hola gentes,
Después de terminar el último capítulo de la imborrable serie The Curse (2023), me distraje pensando que todo el mundo tiene un saquito de monolitos fundacionales en su biografía, que conscientemente o no, a mordisquitos o a dentelladas, van conformando su visión del mundo. Continuamente volvemos a ellos, como parece que los hombres volvemos una y otra vez al Imperio Romano (o más bien a una determinada visión del Imperio Romano). También los llamamos obsesiones, o manías, o neuras, pero esos términos pareciera que patologizan un poco el fenómeno.
A posteriori es más fácil rastrearlos porque con el tiempo se formarán a su alrededor patrones recurrentes que determinarán tus intereses, tus gustos o tus prejuicios.
¿Cuántos de vuestros amigos traen a colación de cualquier conversación capítulos de Friends o de Los Simpson? ¿Por qué no hay semana en la que mi señora no mencione Un loco a domicilio (1996)?
Siempre hay una relación generacional con ellos, por eso la desconexión que sentimos con generaciones más jóvenes están mediadas por sus símbolos tanto o más que por sus ideas. Así, si una historia de arribismo o desclasamiento siempre me recuerda al Julien Sorel de Rojo y negro (1830) de Stendhal, a otra persona le puede venir a la cabeza El talento de Mr. Ripley (1999), Match Point (2005), Últimas tardes con Teresa (1966). Y si engancha con las corrientes adecuadas, cosa que dudo, en el futuro próximo alguien podría recordar la pésima, a fuerza de querer epatar, Saltburn (2023).
Es también una obviedad recordar que la relación entre esos monolitos y tu persona es siempre bidireccional. Si la pastilla roja de Matrix se ha convertido en el símbolo supremo de la Alt-Right conspiranoica estadounidense es porque la idea de que el sistema (Matrix) es un engaño ya estaba ahí afuera, alimentado por la connivencia entre las élites de los partidos demócrata y republicano, en otras cosas. El símbolo hace fortuna de ello, canalizando esa idea, a la vez que también funciona como polo de atracción de la propia idea.
Sólo tiempo después de leerla, me di cuenta de que uno de mis monolitos era la obra de teatro de Bertold Brecht, El alma buena de Sezuán, cuando se reveló un tema que ha vuelto una y otra vez a mis pensamientos; las buenas intenciones.
Os resumo rápido el arranque de la obra, por si no la habéis leído:
Una joven prostituta de corazón noble llamada Shen-Té se encuentra con tres dioses que han bajado para comprobar si todavía existe al menos un alma buena en la tierra. Shen-Té es agraciada por los dioses con dinero para montar un negocio y la misión de seguir siendo una buena persona. Shen-Té compra una tabaquería, la trama se desenvuelve, y las dificultades para congraciar las dos cosas se vuelven insostenibles. El negocio es una ruina. Pero entonces aparece un primo suyo, que con el talante opuesto, con la actitud mercantil/capitalista adecuada, logra reflotar el negocio. Ahora Shen-Té puede seguir siendo buena porque su primo lleva a raya a la clientela. La sorpresa del cuarto acto es que el primo de Shen-Té es ELLA MISMA DISFRAZADA.
De manera brillante, con ese desdoblamiento, Brecht sugiere que es el sistema económico el que determina tu moral. No es tanto que ser bueno no signifique nada, sino que ser bueno es un privilegio, y que su radio de acción está delimitado por tus condiciones materiales primero y por el sistema en última instancia.
¡Ser bueno es algo que puedes permitirte!
¡La moral es un lujo!
Es en parte por eso que nos producen sonrojo las acciones filantrópicas de las celebrities de Hollywood, o las limosnas que Amancio Ortega inyecta en el sistema sanitario español. Sonrojo si creemos en sus buenas intenciones. Dos tazas de sonrojo si llegamos a la conclusión de que es una operación de lavado de imagen que repercutirá en su beneficio propio.
Recuerdo aquella campaña de marketing de los 90 de una marca de tabaco que anunciaba en sus cajetillas que donaba el 0.7 por ciento de sus beneficios a causas benéficas (qué concepto ese el de las causas benéficas). Si el propósito era noble, no lo sabemos. Lo que si sabemos es que mis amigos las compraban con la mejor de las intenciones, y eso repercutía en mayores ventas para la tabacalera. A la postre era una ventaja competitiva con el resto de marcas. Hacían negocio con tu bondad.
Aquello ya quedó atrás, y hoy en día el mecanismo es aún más perverso. En muchos establecimientos, al terminar de pagar con tarjeta, el datáfono te ofrece donar dinero a alguna causa benéfica. Ahora tú eres el responsable. ¡Han externalizado las buenas intenciones al cliente!.
Siento la digresión, volvamos de nuevo a Brecht.
Para mí, que por aquellas era un mozo torpemente idealista, leer El alma buena de Sezuán fue lo más parecido a la caída del caballo de San Pablo camino de Damasco. A partir de ahí tuve que, dolorosamente, reconfigurar mi manera de ver el mundo. No es que uno se despierte todas las mañanas queriendo averiguar que todo su sistema de creencias es erróneo.
Mi ideología, en algún punto entre el catolicismo ambiental (digo ambiental porque nunca recibí educación religiosa) y el anarquismo bakuniano, siempre tenía una respuesta moral a cualquier problema. No pensaba en un modelo de sociedad, sino en un “proyecto de hombre”. Por eso hacía uso indiscriminado de esos latiguillos que empiezan así: “Si todos hiciéramos tal o pascual…” o “Si todos nos comportáramos de tal o cual manera…”.
O como dice la famosa Ley del Martillo de Oro: "Cuando la única herramienta que tienes es un martillo, todo problema comienza a parecerse a un clavo". Y mi única herramienta era la moral.
Entonces, una película como Cadena de favores (2000), que fantasea con fundar un mundo mejor a base de pequeños favores, me podía parecer una buena idea. Pero entonces lo que quería alumbrar era una religión, no un sistema más justo.
Otros exquisitos ejemplos de este tipo de lógica moralizante es esa trilogía bastarda capriana de Jim Carrey que todos recordáis: Mentiroso Compulsivo (1997), Como Dios (2003), Di que si (2008).
Poco tiempo después, al enratonarme en la obra de Brecht, descubrí que esa lectura era una marca de la casa. En 1928, quince años antes del estreno de El alma buena de Sezuán, ya había presentado una de sus obras más célebres, La ópera de los tres centavos, acompañado de la música de Kurt Weill. Al igual que El Padrino cobra relevancia por la reproducción shakespeariana de la institución familiar en el seno de la Mafia, La ópera de los tres centavos hacía lo mismo reproduciendo el sistema capitalista en una pyme de vagabundos que comercializa con la miseria.
Mirad el genial arranque:
Peachum, empresario de la mendicidad, necesita el I+D+I (Investigación, desarrollo e innovación) para sostener el negocio de la compasión porque ya ni siquiera los textos de la Biblia tienen efecto. Brecht conectaba así las buenas intenciones con la caridad cristiana, como fórmula que halla el catolicismo para enmendar las deficiencias del propio sistema.
Pero también, a la luz de La ópera de los tres centavos cabe preguntarse ¿Por qué las clases subalternas deberían operar en el sistema capitalista de una manera más virtuosa que las dominantes?
Es precisamente ese virtuosismo un troppo en el que el cine pequeñoburgués ha incidido repetidamente, al mirar con paternalismo a las clases populares y al Sur Global, como si de alguna manera redescubrieran el buen salvaje de Rousseau. Intocable (2011), Cafarnaúm (2018) o Babel (2006), son algunos famosos e infames ejemplos, pero los hay a patadas ahí afuera.
- ¡Son pobres PERO son buenas personas!
- ¡Son inmigrantes PERO son buenas personas!
Abrirse a la perspectiva de Brecht fue para mi abrirse al campo político y a la dialéctica. Una brecha por la que, desde entonces, se han colado un montón de mis directores y películas favoritas, en diferentes iteraciones. Viridiana (1961) de Buñuel y Dogville (2003) de Von Trier por encima de todas, pero es un tema que se puede rastrear en muchas de las películas de ambos directores. Michael Haneke, Luis García Berlanga o Ruben Ostlund serían otros destacados miembros del club. Del cine reciente, no os perdáis Sala de profesores (2023), que articula los mismos dilemas en el marco de la educación.
Y a la vez, todas estas películas resuenan en The Curse (2023), sin duda la más afilada y precisa sátira sobre las buenas intenciones, actualizada al mundo contemporáneo. Un mundo que agudizado su narcisismo por las redes sociales, empuja al marco ideológico de las buenas intenciones a sus límites. Un mundo, el de la burguesía liberal que detenta el poder de los medios, que siente más fuerte que nunca que tiene que decirle al mundo que se está portando bien, y que si tú te portas bien, todo va a salir bien.
Pero la pregunta sigue siendo la misma. ¿Quieren portarse bien (y decirnos que lo hagamos) para reforzar su autoestima, para aliviar su culpa, para obtener rédito económico o para tratar de solucionar los problemas del mundo?.
La verdadera tragedia radica, según Bretch, en que aunque la respuesta fuera la última, la solución seguiría siendo inalcanzable.
Excelente